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Conversación en el patio de un microficcionador

Rubén Romero (1986), músico, escritor. Es lo uno y lo otro, un artista. No quiere disociarse de ninguno de sus oficios, me dice, y rápidamente me cuenta que su acercamiento a la narrativa fue un acercamiento más bien de pasillo de facultad, de escurrirse de las clases y quedarse a leer o escribir con los amigos, tumbados en el piso hasta que se retire el último alumno. Así fue como por aquellos años conoció también la microficción de Cortázar, Arreola, Monterroso y demás.


Primero estudió música y luego, por razones de consternación familiar asociada a su porvenir, tuvo que decidirse por una carrera universitaria y ahí nomás, casi azarosamente, de la forma en la que suelen presentarse los llamados del destino, vino lo de volcarse a las Letras (UNA) y lo de las lecturas de corredor.


El hecho es que eso ya sucedió hace algún tiempo, me dice, ahora prefiere dedicarse a la música y ocasionalmente también a la literatura. En un momento de mi vida se me había presentado una bifurcación entre las dos cosas, cuál o cuál, las dos artes te exigen todo. Ahora entiendo que puedo hacer ambas, en ese momento sentí que me superaban. Pero hoy en día no me quebranta más eso, ahora siento que se trata de hacerlas bien, ya no de darles puntuación, porque cuando uno da sinceramente lo que tiene desde adentro, está hecho, no hace falta más nada. Sí o sí va a haber a quien le guste y a quien no.


Casualmente me encontré con tus microcuentos, le digo, y ello me llevó a reflexionar sobre este género que funciona en el lector como la descarga de breves pulsaciones de desconcierto y fascinación, ¿verdad? Sí –responde–, ahora con Internet tenés música (o literatura) fácil y rápido, la microficción es el resultado de todas esas coyunturas que obligaron a que el género narrativo se comprima. En este tiempo vertiginoso, todo te pide que vayas más rápido y el microrrelato tiene esa cualidad de resolver en dos o tres momentos ya una historia, un mensaje, una idea, lo que sea que expongas, y eso está buenísimo.


Escribir es algo que se despierta en vos, es una sed, refiere en otro momento de la conversación. Después me aclara que él no se considera a sí mismo como un poeta, pero que escribir poesía es lo que le sale con más naturalidad. Para escribir poesía solo tenés que dejarte llevar, entregarte; sin embargo, para escribir un cuento necesitás estar consciente de muchas cuestiones por cuanto que hay una estructura que cuidar. En cualquier caso, la poesía para mí puede estar en un texto narrativo o en uno en verso, me dice y, marcando con el dedo índice suspendido en el aire un ritmo embrujado que detiene el tiempo, cita de memoria “Cuento de horror” de Arreola: ¨La mujer que amé se ha convertido en fantasma. Yo soy el lugar de sus apariciones¨.


"El microrrelato es una versión

sarcástica del mundo"


Más adelante hablamos de otros rasgos del microcuento. La microficción tiene sus particularidades, siempre está presente ese carácter irónico, se usa mucho el sarcasmo; los microcuentos son casi chistes, siempre tienen algo hilarante, divertido. Está bueno eso porque se puede jugar mucho con estos condimentos que son características propias de la microficción. El microrrelato es una versión sarcástica del mundo, me dice por último, gesticulando una sonrisa.


Así es, le digo, conteniendo un impulso involuntario de abrazar a este encantador ser humano. ¿Y dónde podemos leerte, Rubén?, le pregunto en cambio. Tengo varios poemas publicados en las antologías de la Academia Literaria Kavure´i (Letras-UNA), también en algunos blogs.

Sus microcuentos reflejan un trabajo puntilloso de ingeniería, de relojero más bien. Aquí transcribo uno:


Encuentro

Ir a un lugar donde nadie nos conozca, pasar desapercibido y poder ser cualquier persona. Estaba en la esquina con su bastón. Me recordó a Borges. ¿Lo ayudo señor? Por favor –me dijo. Daba pasos cortos e inseguros, como dudando de mí, tanteando siempre el asfalto–. ¿A dónde va señor? Debo llegar hasta un colegio, tengo una cátedra ahí. Soy nuevo por acá y todavía no conozco los lugares y voy con retraso. La puntualidad no siempre fue una cualidad que supiera disimular sin esfuerzo. Por lo menos ahora puedo justificar ese descuido con mi ceguera. Disculpe la pregunta señor. ¿Hace cuánto quedó ciego? Recién hace unas horas, cuando llegué a la ciudad. ¡Hace unas horas dice, señor! –dije sorprendido–. Sí –contestó él, serenamente–. En cada ciudad que llego soy un hombre distinto. Acá soy un ciego. Cómo así señor. No entiendo –dije. El hombre detuvo la marcha y me presionó el brazo en donde se apoyaba. Inclinó la cabeza hacia mí, como buscando mis ojos, y alcancé a ver entre los lentes oscuros cómo los suyos giraban sin sentido–. Yo puedo ser todos los hombres, menos uno: yo mismo –dijo, liberando la presión en mi brazo y siguió caminando, con una lentitud segura, hacia adelante–. ¡Espere, señor! –grité–. Se detuvo antes de que el bastón volviera a tocar el piso, perfilándose ligeramente hacia atrás. Entonces usted no está ciego –concluí con absurda seguridad–. Tan ciego estoy que usted bien podría ser otra persona, menos la que dice o cree que es. Y sin embargo yo lo reconocería en cualquier otro lugar, en cualquier otra voz, en cualquier otro cuerpo. Volvió a apoyarse en mi brazo derecho. Yo le prevenía de los escalones y las murallas, pero era él quien me guiaba. Entonces es usted todos los hombres y a la vez ninguno –dije, después de una larga reflexión, y esto, a mi pesar, sonó más a una afirmación que a una pregunta–. Así de trágico y terrible –contestó secamente–. ¿Y cuál es la cátedra que da en el colegio, señor? Literatura. Literatura universal –dijo, como corrigiéndose, levantando el índice hacia arriba-. Iba a comentar algo al respecto pero ya llegábamos al colegio. Creo que el aula queda por aquí –dijo, señalando el lugar preciso–. Llegamos al aula. Los alumnos reconocieron al profesor de inmediato y se levantaron para saludar. ¡Bue-nas tar-des pro-fe-sor! –Dijeron en coro–. Buenas tardes –respondió él antes que yo, y se presentó–. De mí no sabrán más que el nombre, y eso ya es mucho. Y no saquen lápiz ni papeles. Lo que vengo a decirles no necesita ser escrito. Comenzó a hablar de escritores, parafraseando a cada uno de ellos, mientras recorría con ligereza el lugar, como si conociera cada espacio y cada grieta en el piso. Nadie más que él habló. Siempre que mis alumnos me preguntan quién era ese señor que llegó conmigo una vez, me quedo callado. No sé cómo explicarles que algo me dice que aquel hombre ciego, era yo.

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