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Ortiz Guerrero, un esbozo lírico



Nosotros, los que adolecemos el mundo, nos aventuramos en ocasiones a purgar nuestro padecimiento escribiendo poemas. Tontos como ninguno, nos enredamos en ese hilar terrible de las palabras, que demos por sabido, son espantosas trampas que ocultan misterios que no les pertenecen. Y los mismos poemas no pueden pertenecer a un hombre, ni siquiera al que los engendra. He aquí la gracia del arte, que vuelve a ser infinitas veces y como las aguas del viejo Heráclito nunca vuelve a ser la misma: el arte es inacabable.

Sin embargo los siglos pasan, y hace más de un siglo atrás, cuando acaecía el invierno en Villarrica, una mujer perecía al dar a luz a un guerrero: el futuro bardo y dramaturgo guaireño nacía pagando el alto precio de la orfandad y la muerte.

Manuel Ortíz Guerrero, como tantos ya lo han afirmado, fue valioso como poeta y como hombre. Víctima de la lepra desde temprana edad, el martirio sangrante, la herida abierta en la piel corrompida y todavía más profundamente abierta, se forja en el corazón purpúreo del Poeta. Hay quien afirma que su vida misma fue su mejor poema, tal vez por ello sus versos, sin vacilar, revelan que “en el lodo está el secreto de la dicha humana”. Por ello nuestro vate le canta a la “celeste poesía” su canción más honda: “Tu puñal de oro clavé en mi garganta con ansia suicida,/y en vez de matarme, por esa mi herida te canto mejor.”

Sus versos fluyen hasta nuestros días, irrenunciables, como una verdad que no puede acallarse. Quien recorre los testimonios de sus allegados no puede dudar de que fue un joven que amaba el arte: se empeñaba en animar a sus compañeros, corregía sus errores, los alentaba en sus derrotas, los reunía en su hogar para promover la crítica y forjar discusiones de estética, hasta hizo funcionar una imprenta que además le sirvió como medio de subsistencia. Y no sólo en el arte, Ortiz Guerrero estaba convencido de que hay una verdad que decir, entonces fue que empezó a difundir panfletos explicando las razones reales de la Guerra del Chaco, expresando su repudio ante lo que presagiaba sería un derramamiento de sangre inútil por defender intereses exógenos. No es difícil concebir el final de esa proeza.

Si es considerado un poeta popular, se debe a que siempre se identificó con los desvalidos, con los explotados y los sufridos de su patria. Además, es en su poesía en guaraní donde se evocan sus más excelsos versos. Y son sus ojos maravillados con la belleza que lo rodeaba los que enriquecieron las más hermosas y eminentes imágenes que tañen a sus poemas, y ese estoicismo que tan empecinadamente lleva como estigma el hombre de esta tierra.

Y con todo esto, la derrota no significa el final, por ello afirma: “si todo he perdido, nada desespero” y aunque confiese: “¡Todo, todo lo perdí! Siempre el destino gana la apuesta de la vida”; siguió escribiendo sus versos, pidiendo a la Esperanza que los poetas no pierdan la fe, pues para él ya no pedía nada. Guerrero como ninguno, demostró que la bondad y la sensibilidad poética no son sinónimo de flaqueza, y que aun cuando ya no hay nada que esperar, la voz del poeta sigue cantando en los crepúsculos y gimiendo arrorrós a la luna.

Pero hemos de saber que la redención es imposible, no obstante mientras sostengamos el lápiz u oprimamos los teclados burlándonos de nuestra derrota como quien sabe de qué se trata la cosa, entonces no habrá caído el último lacayo, no habrá muerto la poesía.


Munificencia

¿Por qué extrañáis, amigos, que yo también sonría, que también yo os regale con rosas y con trinos, si en mi jardín interno jamás hubo sequía, y en mi médula anidan zorzales peregrinos?

No dudéis de la excelsa virtud de la poesía. Del lodo se levantan los lirios matutinos; succionan impurezas viñas de grata umbría cuyos maduros frutos dan los sagrados vinos.

No dudéis de la excelsa virtud de la poesía. La peste, el hambre, el frío son fantasmas mezquinos que inútilmente rondan por la soledad mía desde hace diez años, sin mirarme de frente.

Y, pues no tengo oro, reparto rosas, trinos… Perdonadme este modo de ser munificente.

Manuel Ortiz Guerrero

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