Literatura en servilletas
Las razones y propósitos de la creación literaria despiertan siempre largas, estériles elucubraciones intelectuales. Quede eso para alguien más. Aquí me limitaré a pasar en limpio unas notas escritas en una pila de servilletas, manchadas con ceniza de cigarrillo y humedecidas con cerveza. Notas escritas como resultado de conclusiones empíricas, de la evidencia palpable de la propia escritura. Aclaro: notas extremadamente subjetivas, como todo lo que decido finalmente escribir por gusto. Este autor hace honor a sus defectos.
Las notas pasadas en limpio
1. Las discusiones inútiles de salón, las charlas académicas, las envidias absurdas, las groseras necedades en nombre del arte, los halagos inmerecidos, nada de eso debe importarle al escritor más que la realización de su obra.
2. Es verdad que mucha gente mejora su redacción luego de un taller literario. Muchas personas descubren una fuerte vocación por las letras. Sin embargo, el escritor tiene que tener la certeza de que pueden corregir su estilo pero nunca decirle cómo escribir. Mucho menos pueden señalarle los temas que serán su materia de trabajo. Esto es así porque el escritor verdadero escribe con sinceridad ante sí mismo, con fidelidad a los dictados ―muchas veces misteriosos y confusos― de su conciencia, permitiendo de este modo que su esencia más íntima fluya con absoluta libertad, sin entreverarse más de lo necesario con la artificialidad literaria y los trucos del oficio. A la larga, es inevitable que una apasionada individualidad aflore en las páginas de un auténtico escritor. El problema es que esta originalidad, a veces, es soterrada con paladas de arena que sólo un tonto desprevenido puede llamar “consejos técnicos”.
3. Lo más duro de aceptar es saber que existe sólo un estilo que fluye naturalmente de nuestra pluma, el único que, bien o mal, nos permite expresar aquello que pretendemos contar. En ese instante comprendemos que hay una especie de fatalidad respecto al estilo y que en vano nos empeñaremos en imitar a otros escritores que admiramos. Comprendemos, ya no que ellos son mejores o superiores, sino que somos radicalmente distintos.
4. La única garantía literaria consiste en escribir por el solo amor al arte, porque es un impulso que arraiga en nuestra naturaleza. Y convengamos que los fracasos siempre serán los más, de manera que si se teme fracasar, jamás podrá escribirse en serio.
5. Quizás uno escribe mejor que nunca cuando no le queda otra forma de arte, cuando todo lo demás es un fracaso, un malentendido, ejecutando, así, un recuento de pérdidas destinado a la sola memoria.
6. Así como la vida brota y cesa alternativamente, la creación de una obra de arte conlleva, en cierto modo, la destrucción de alguna obra anterior. A esto se debe que todo artista tenga al mismo tiempo algo de fecundo y de autodestructivo.
7. Hay que tener la íntima convicción de que las palabras que arrancamos de nosotros mismos se convertirán, tarde o temprano, en una afirmación de nuestra individualidad y de nuestra condición de hombres libres. Escribir implica, al final de cuentas, ser valiente con relación al mundo en que vivimos.
8. Si creer en una especie de destino literario ―no me refiero a la absurda creencia de que nos convertiremos en un gran escritor, un elegido, un iluminado de las letras, sino más bien al firme convencimiento de que cuanto más nos entreguemos a la escritura, más la convertiremos en una pasión necesaria e indispensable en nuestra vida― ayuda al escritor a mantenerse activo en su labor, a no soltar la pluma, a no desperdiciar las rachas creativas, a no abandonar el esfuerzo cotidiano, entonces sí es válido aferrarse a la creencia de tal destino.
9. Todas las historias que escribimos nos acosan aun luego de escritas, quizás precisamente porque, al exteriorizar sentimientos, esas palabras se convierten en incómodos espejos de nuestros propios miedos y dudas. Son el reflejo de una parte de nosotros mismos que no podemos ver sin turbación y que, sin embargo, necesitó emerger de nuestro interior para darnos al menos una momentánea paz, un breve respiro antes de zambullirnos de nuevo en las aguas de la creación.
10. Hay que aprender a mirar la vida sin temor, porque todo lo que a uno le suceda no es más que el alimento potencial de las historias que habrá de escribir, con dolor o alegría, pero obediente a su particular destino de escritor. Cuando hablo de destino no pretendo caer en la típica idea del fatalismo, sino que me refiero a que el escritor sólo sabe que quiere o necesita escribir lo que ve, piensa y siente: extraña amalgama que, más tarde, se ve reflejada, como una cara estúpida y deforme, en las líneas de un cuento.
11. Uno debe aferrase a la voluntad de escribir con la misma terquedad con que un niño se aferra a sus juguetes más preciados. De lo contrario, la gente nos convencerá, tarde o temprano, de renunciar al arte en nombre de un supuesto sentido práctico: trabajar para adquirir bienes materiales, para procurarse confort, para mantener una esposa y unos hijos, etc. Que el escritor trabaje, pero para mantenerse vivo escribiendo. Que no olvide que el arte, en principio, no tiene absolutamente nada que ver con los bienes materiales, el confort o la familia. Al escritor sólo le interesa escribir sus libros.
12. Hace falta escribir una novela equivalente a un grito ensordecedor. Un solo libro, que explote como una granada de luz y vuele en mil pedazos las paredes del palacio en que duermen las élites de la sociedad paraguaya, de la política y, también, por desgracia, de la cultura. En ese sentido, no sólo pienso que es normal que un escritor joven sea irreverente con relación a las generaciones antiguas, sino que debería asumir esa irreverencia natural, propia de la juventud, con orgullo y alegría. Al fin y al cabo, los escritores veteranos ya tuvieron su tiempo de vivir y escribir y lo hicieron a su manera. Ahora les toca escribir a los más jóvenes y no estaría mal que un conjunto de obras nuevas y frescas, originales y rebeldes, reventaran el palenque de las élites paraguayas, tan provocativo como desalentador, pero, en todo caso, ridículo.
13. Escribimos a sabiendas de muchas cosas: de las dificultades de publicación, de la mezquindad ajena, de la propia mediocridad de uno. No escribimos por la esperanza de la posteridad, sino simplemente para convertir la vida en algo más soportable, para olvidar el dolor, la soledad o lo que sea que nos impida ser del todo felices. En cualquier caso, escribimos porque sentimos que carecemos de otra salida o de otras habilidades para sentir una plenitud personal.
14. La literatura tiene esta paradoja: se cultiva en soledad, pero en virtud de una necesidad impresionante de comunicación. Y lo más curioso: se trata de una especie de confesión que se realiza con el rostro oculto tras múltiples máscaras. Reminiscencias de Wilde: el artista revela su obra, escondiéndose tras bambalinas.
15. Quien escribe mantiene cierta actitud hacia la vida, hacia las cosas, que sólo puedo calificar de artística. Uno vive metido en el presente, pero remontándose en forma permanente hacia el tiempo pasado, hacia la historia desdibujada en hilachas de olvido, de desmemoria, o bien hacia ese otro plano donde parecen poder revivirse, de un modo asombroso y original, todas aquellas cosas que podrían habernos sucedido, que podrían todavía ocurrirnos en determinadas circunstancias, y que constituyen, en suma, el mentado universo de la ficción. Es una actitud fundamental, una predisposición congénita e indispensable, sin la cual no se puede escribir ficción literaria.
16. Vacilar es un sentimiento que acompaña constantemente al acto de la escritura: como si uno avanzara a lo largo de un corredor penumbroso, tanteando a ciegas con manos temblorosas. La seguridad es casi una ilusión pasajera al escribir una ficción. Ningún cuento, por ejemplo, es exactamente un calco de lo imaginado en un principio, al momento de ponerse a escribir la historia. Los derroteros son increíblemente variables, las situaciones, mutables, las formas de narrar un determinado pasaje, inciertas. Por eso todo plan inicial, todo boceto previo, está condenado a cambios, a replanteamientos, y uno debe aprender a supeditarse al ritmo particular de la improvisación.
17. Siempre me resultará absurdo el hecho de que muchos escritores tengan una noción de competencia con respecto a otros escritores. Como si uno escribiera para lograr fama, dinero o premios. O más triste aún: para "ganar", "ser mejor" que fulano. Nadie quiere confesar su verdad: que escribe porque es lo único que sabe hacer, porque siente inexplicablemente que es su pasión o destino, o sencillamente escribe para no matarse o dejarse morir en el seno de una comunidad en la que no encaja ni quiere encajar.
18. Cuando se escribe ficción, no creo que uno pueda decidir completamente acerca de sus personajes o sus historias. Sábato afirmaba que no poder escribir sobre demasiadas cosas era una buena señal. Quizás ocurra algo similar con el estilo. ¿Por qué Conrad, Proust o Faulkner se empeñaron obsesivamente en cultivar estilos enrevesados? ¿Por qué Steinbeck, Hemingway o Greene pugnaban siempre por simplificar su prosa lo más posible? Y, sin embargo, a pesar de sus diferencias, todos tenían en común el hecho de que su estilo les venía como “dictado” de alguna parte.
19. Escribir no es más que perpetuar obsesiones personales dándoles una forma artística. ¿Por qué alguien querría atarse al ejercicio de esta suerte de confesión más digna de lástima que de absolución?
20. El escritor es una especie de inadaptado social camuflado