Relectura alucinada
Recuerdo esa noche fría. Un hombre viejo ―quizás mi padre o el padre de alguien o el padre de nadie― había dicho, con la boca manchada de vino violáceo, que una cosa era leer un libro en la juventud y otra muy distinta releerlo tras recibir fatales baldazos de tiempo. El viejo, a quien apodaré Boca Sucia, aludió al deslumbramiento que le causó el famélico Quijote a los veinte años y a la revelación de perspectivas más profundas cuando repasó el absurdo trajín caballeresco con cuarenta años de canas, enfermedades y cansancios pasándole factura al cuerpo.
No menciono esta anécdota por casualidad, ni como un rodeo para acumular palabras. Lo hago porque trae un cuento acerca de mi propia experiencia en torno a una reciente relectura y las impresiones insospechadas que pareció causarme.
La reflexión de Boca Sucia, en realidad digna de cavilación, me resultó durante esa noche algo banal, una de esas frases aburridas que llegan a conocerse al transitar por la geografía literaria, quizás debido a que, por aquel tiempo, prefería aferrarme a mis tercas convicciones, las cuales me acompañaban, como escuderos idiotas y colmilludos, en mis incongruentes exploraciones lectoras. Una de estas convicciones era seguir el olfato de la intuición para escoger mis lecturas, ceder a la atracción misteriosa que ejerce la circunstancia en que nos topamos con una determinada obra.
Una tarde, en una librería de usados, me dejé guiar por un rayo de luz que perforaba la nube de polvo que cubría una pila de libros vetustos. Esa conjunción de elementos visuales me condujo a rescatar un libro gastado, lleno de marcas de lectores casuales. Lo abrí y leí de un tirón la primera página amarillenta. Había comenzado, sin saberlo, mi estrepitosa lectura de El sonido y la furia.
En vista del aire de lugar común que impregna el título de esta novela ―que más bien es un explosivo mental que alienta a la autodestrucción psicológica―, no aludiré a su trama. Tampoco mencionaré el raro apellido del autor, conocido en general hasta por quienes nunca lo han leído. Prefiero, en cambio, desempañar la lente de cierta memoria impresionista y dejarme estremecer por los bruscos vaivenes del colectivo en donde fui leyendo el libro; vaivenes que me proporcionaban una forma circular de lectura, casi en rotación, intentando desentrañar la complejidad léxica y no siempre lógica de ese cuarteto de narraciones entrelazadas un poco a la fuerza por un hombre hipersensible y alcohólico, un tipo que, en realidad, no sólo escribía como le daba la gana ―casi como si representara el papel de un soberbio lunático, empeñado en retratar la realidad decadente del sur estadounidense por medio de una recreación fantasmagórica, de nombre impronunciable: Yoknapatawpha―, sino que hasta parecía no importarle la comprensión lectora en absoluto. Así, a lo largo de sucesivos viajes en colectivo, entre vendedores de chipa y vasitos de Coca, víctima del calor, de los codazos y del catiné de los pasajeros, me sumergí en la sensibilidad extrema de un retrasado mental, en una conciencia atormentada por el honor familiar, en un corazón ardiente de contradictoria malevolencia hacia la naturaleza libre de una muchacha con nombre masculino. En fin, creí poder palpar aquellas voces desenrolladas, como ríos caóticos, entre mis manos.
La dramática historia de los Compson me influyó de una manera que podría compararse con el golpe certero de un ladrillo que nos revienta la frente. Y escribo “me influyó” debido a que, por entonces, tenía poco más de veinte años, cursaba una carrera universitaria insulsa y llevaba una vida monótona, caracterizada por una timidez enfermiza que me hacía proclive al deslumbramiento de los haces de la violencia. En este caso, la violencia léxica de un autor que, en palabras de García Márquez, “andaba a ciegas (…) como un tropel de cabras sueltas en una cristalería”.[1] Ese estilo desmesurado, resultado de un procedimiento de escritura entreverado e irracional, eran los puñetazos con los que yo mismo pretendía quebrar los vidrios de mi reserva excesiva, de mi incapacidad de expresión. La novela grabó en mí la impresión de un griterío neurótico, como una demostración de que también el autor y sus personajes habían sentido cosas parecidas a las que yo sentía desde mi infancia.
Esa primera lectura representó el estímulo, algo ingenuo y entusiasta, que siempre nos causa el hecho de encontrar expresadas en un texto ajeno nuestras dudas y temores, nuestras rabias y sufrimientos. Ese libro también fue uno de tantos que germinó en mí, no tanto la resolución de escribir mis propias ficciones, sino la leve sospecha de que necesitaría hacerlo para no romper de veras cristales con puñetazos incontenibles.
***
Años más tarde, desciendo del coche de una amiga que, por fortuna, me evita una caminata relativamente larga hasta el edificio en donde vivo. No camino hacia el portón gris de la entrada, sino que me adentro en la plaza adyacente. Las luces trémulas, casi borrosas, quizás por su apariencia de globos mojados, me sugieren las cosas que siempre pienso al caminar ensimismado: que me siento solo, diminuto e insignificante en un universo que sigue su cruel trayectoria sin reparar en los sentimientos, que parecen ser una de las pocas cosas que asignan un sentido a la perecedera existencia humana. Pienso en mi familia y las personas que conozco como personajes potenciales de alguna novela absurda, como unos risibles Compson hechos a mi medida. Acepto que me he emborrachado y debería ir a dormir. A un piso de altura, me debato en la semipenumbra del cuarto, tengo frío, el foco de la lamparita se ha quemado y quiero escribir, pero no consigo trazar dos líneas. Maldigo la literatura. Pateo por accidente una pila de libros. Me pongo a recogerlos y la claridad que mete la ventana ―mezcla de luna y luces eléctricas― me revela la misma portada que una vez vi esclarecida por un rayo luminoso entre nubes de polvo. El alcohol, o quizás la nostalgia, me causa un estremecimiento apenas perceptible, pero suficiente para deslizar los dedos por las hojas, con la misma ternura reconcentrada con que acariciaría un par de pezones o de labios. El repiqueteo de las cabras asciende desde un lugar remoto ―que no me atrevo a adjudicar a la sola memoria―, sobreviene el chasquido de cristales partidos en un desordenado movimiento, algo me permite desentrañar, en el lejano y empequeñecido rostro de un vago que observo cruzar la plaza con una botella en la mano, la imagen de Boca Sucia, que sonríe en forma idiota con sus labios y dientes violetas, y el frío, posado en forma increíble en las páginas amarillentas del pequeño libro, se condensa en el escritorio como una señal para que me deje arrastrar de vuelta por los intrincados hilos de uno de los monólogos. No hay caso, comprendo que necesitaré seguir leyendo hasta el final, porque siento de modo distinto el flujo de mi sangre
y el erizamiento de mi piel
y el parpadeo de mis ojos
y el estremecimiento de mis manos
como si la lectura se encarnara
de alguna manera en mi cuerpo
y ejerciera una presión entrañable
angustiosa placentera
como si la luna me contuviera
en su anillo de vino tinto
cabra olisqueando el frío
lamiendo la madera el papel del libro
cabra pisoteando cristales
resquebrajando miedos
cabra libre imperiosa
cabra que se desprende
de impresiones que parecían firmes
inmodificables en el recuerdo
cabra de caminos sin memoria
descampados sin tiempo
cabra que se abalanza
sobre un precipicio de caída indecible
cabra que revela un pasaje abierto
abruptamente cortado.
[1] Curiosamente, extraje esta referencia de “Mi Hemingway personal”, un artículo que Gabo escribió acerca de la más célebre antípoda de Faulkner.