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El látigo


Miro las múltiples fotografías que esparce la pantalla y vacilo en asignarle un adjetivo: brillante, polémico, depresivo, amanerado. Cualquier palabra resulta irrisoria. Sólo quiero llamarlo C. y referirme a las cosas que conozco o imagino sobre él.

A diferencia de otros escritores, pese a haber sido dueño de una portentosa imaginación y un finísimo oído para reproducir diálogos, estoy seguro de que tuvo un solo rostro: el mismo que muestra, tempranamente, en la famosa contratapa de Otras voces, otros cuartos, haciendo gala, no sin vanidad, de un talento que parecía entonces precoz, pero que se encargó de dilucidar, años más tarde, en Música para camaleones: “¿Sorprendente? ¡Sólo hacía catorce años que escribía, día tras día!”. Y es verdad: tenía poco más de veinte años cuando publicó esa oscura novela, venía del campo y era homosexual.


Si bien la crítica lo consideró en su momento uno de los más grandes escritores estadounidenses ―ignoro la vigencia de ese juicio después de un Roth, de un DeLillo, de un Foster Wallace―, un rápido vistazo a los hechos que componen su vida revela un artista habitado por demonios personales que, lejos de manifestarse en forma sobrenatural, se dedican, en cualquier tiempo o época, cuchillo en mano, a afilar cada uno de los dones y defectos que recargan la compleja personalidad de un ser humano sensible a las palabras. C. fue, sin dudas, un complaciente servidor de los demonios.


Pero ¿quién era? ¿Por qué escribía? La tinta derramada en torno a su personalidad brillante y escandalosa es incalculable y no podría proceder a la confección de una biografía, porque soy renuente a las documentaciones minuciosas. Tampoco me interesa corroborar si es verdad que contribuyó a la escritura de la famosa novela de su amiga Harper Lee, o si sus últimas palabras, antes de morir enfermo y alucinado, fueron: “Soy yo, Buddy. Tengo frío”. Puedo, sin embargo, aproximarme al personaje como un todo compacto, parcialmente desentrañable.


He leído que su existencia ―una existencia que él mismo califica de “extraña” en una entrevista televisiva en que aparece delante de las cámaras casi balbuceando a causa de una flagrante borrachera― estuvo signada por la figura de la madre ausente y alcohólica: origen de sus complejos más íntimos y de su soledad. También podría verse en la adopción del apellido de un padrastro cubano, la raíz simbólica de una confusión interior que derivó, con el tiempo, en una inquisición permanente de su propia personalidad. Quizás el descubrimiento de su homosexualidad, la aceptación de su tremenda necesidad de afecto, el florecimiento de su ingenio irónico y cruel, el reforzamiento de su refinada egolatría, sean derivaciones directas de ese núcleo original, de ese obsesivo cuestionamiento de su naturaleza.


Siempre creí ver su alma reflejada ―esa alma agitada por tribulaciones― en una escena de su primera novela: el frágil e impresionable Joel observa al amanerado Randolph pintar un lienzo y presencia, al mismo tiempo, la manera enfermiza en que revive amargos recuerdos que lo conducen a pronunciar una síntesis descarnada de la vida: “Pero es que estamos solos, querido niño, terriblemente solos, aislados los unos de los otros (…) Vamos aullando por el mundo, agonizando en nuestros cuartos alquilados, en hoteles de pesadilla, eternos hogares del corazón transitorio”. La he entrevisto, además, en una película en que Toby Jones personifica al escritor: C., en un paradójico contraste con el trágico monólogo de Randolph, le dice al agente Dewey: “Cuando eres pequeño tienes que ser duro”, luego de doblarle el brazo en una reñida pulseada.


Pero estas imágenes de C. me causan la impresión de ser cristales rotos, piezas de un rompecabezas desarmable, rastros de huellas borroneadas por el viento de la intriga y las suposiciones.


Me tienta pensar que adquirió de niño la noción de la exigencia literaria, percibió la sutil diferencia entre la buena escritura y la obra de arte. Por eso no me extraña ni su precocidad narrativa ni que haya escogido la imagen del látigo para representar su inmisericorde formación literaria. El sometimiento a una disciplina, la inusitada auto-presión por alcanzar el perfeccionamiento técnico como escritor, no es gratuita, sino que guarda relación con su pertenencia a una generación de narradores sureños que creció a la sombra de escritores como Faulkner, cuya influencia se puede rastrear en su primera novela. Sin embargo, las diferencias me parecen notables. La exuberancia descriptiva de paisajes que C. toma prestada de Faulkner, obedece más a una intención estética que a la creación de una naturaleza viviente, partícipe del drama emocional de los personajes, como ocurre, por ejemplo, en Mientras agonizo. Pero es indudable que Faulkner y otros autores proyectaron sobre la generación a la que perteneció C. un haz donde se entrecruzan un ferviente deseo narrativo y la necesidad de llevar la escritura a un nivel de calidad óptimo.


C. materializó ese deseo de narrar historias desde adolescente y alcanzó su particular calidad técnica casi a los treinta años, al punto que, tras la publicación de El arpa de hierba, se encontró de súbito en un callejón sin salida. Sus tentativas como guionista teatral se derritieron bajo el sol refulgente del fracaso. El irónico azar, sin embargo, se empeñó en mantener su vínculo con el teatro y embarcarlo, en calidad de reportero, en un viaje a Rusia, junto a una compañía de actores. En el helado invierno ruso, oyó el canto gélido, pero esperanzador, de las musas y comenzó a escribir un libro que contendría el embrión de lo que él consideró su gran descubrimiento como artista: la novela de no-ficción. Ciertamente, fue una revelación que, aunque obsesiva, movilizó las raíces de su creatividad al punto de llevarlo a extremos insospechados, como el de formar parte de la intrincada telaraña psicológica de sus “personajes reales”, Dick y Perry, un par de extravagantes pillos devenidos en asesinos accidentales. A sangre fría fue su experimentación más notable, la de mayor logro artístico y recepción por parte de los lectores, quizás debido precisamente a sus contradicciones internas ―escenas de innegable ficción, diálogos imposibles de probar― con respecto a las ideas de la no-ficción celebradas por su autor. Ese libro, a su vez, representa toda la decadencia que trae aparejado el éxito comercial, el punto a partir del cual se inicia un descenso terrible al infierno.


Pero la condena a deteriorarse tras su éxito culminante no fue inútil, como tampoco lo fueron los últimos libros que escribió con mayor o menor grado de acierto. El puñado de historias que nos dejó ha permanecido, a pesar del vendaval de las modas literarias, como una estaca de madera enclavada en esa tierra sureña de la que provenía.


***


Muchas veces he pensado cuáles serían mis impresiones si deambulara por esos parajes campestres que, de un tiempo a esta parte, indudablemente habrán experimentado cambios irreversibles; qué motivación podría tener para emprender esa búsqueda, acaso infructuosa, aparte de la de aplacar el ruido de preguntas sin respuestas. Por ejemplo, el preguntarme dónde radica la sugestión que me produce su lectura.


Puedo encontrar un indicio en esa carga emocional, sutil y a la vez intensa, condensada en determinados pasajes de Otras voces, otros cuartos, El arpa de hierba y algunos cuentos de Un árbol de noche. Las dos primeras obras son, en efecto, novelas que C. desarrolló a partir de su portentosa memoria, a la cual se mezcla la imaginación, situaciones inverosímiles, casi fantásticas. En la primera, por ejemplo, este procedimiento se evidencia en la aparición intermitente de la mujer de cabello blanco y rostro brumoso que le sonríe a Joel durante sus primeros días en la casa de su padre ―que yace mudo y inválido en la cama, con el único recurso de arrojar pelotas de tenis para comunicarse― y que reaparece al final de la novela como un símbolo de la fuga que el chico, prematuramente desengañado de la vida por la maldad de su madrastra y de Randolph, se acostumbrará a realizar para desentenderse de la realidad inmediata. Esa especie de mujer fantasma no sólo representa la fantasía que despierta en Joel ese pueblo rural al que se ve forzado a mudarse, sino el elemento que actúa de contrapunto a la realidad concreta que el narrador va dibujando a través de los ojos del protagonista.


De Un arpa de hierba se llegó a decir ―no necesariamente como un intento de menoscabo― que era una obra con notables semejanzas a la primera novela ―el ambiente rural, el protagonista infantil, etc.―, pero una lectura inclusive somera revela una trama bastante diferente. Sus páginas contienen muchas escenas entrevistas desde la lente de una emoción nostálgica: un rasgo visible de la forma de narrar de C. que siempre me evocó a Proust o a Pavese, aunque sujeto a sus propias particularidades de sureño estadounidense que absorbió la cultura neoyorquina y se mimetizó con esa inmensa y caótica urbe.


Esas pinceladas dictadas por la memoria y las pulsaciones de la emoción recrean también numerosas descripciones de Un árbol de noche, pero en este libro adquieren un tinte más sombrío, acaso como producto de la vida en una ciudad en donde la individualidad es irrisoria: los días de absoluto delirio que atraviesa Sylvia, luego de haberle vendido sus sueños al Profesor Miseria, en un cuarto “azul de frío, más frío que el frío de los cuentos de hadas”; los sentimientos encontrados que se adueñan de Walter durante el errático recorrido que emprende por varias ciudades, escapando del fracaso de una vida de falsas amistades, para terminar relegado en un sórdido cuartucho, desquiciado por el azote de las aspas del ventilador y de unos puños que aporrean la puerta; el terror creciente de Kay al viajar encerrada en el departamento trasero de un vagón junto a una pareja de desconocidos, a todas luces marginales, que la obligan a beber y se aprovechan de ella hasta dejarla inconsciente, con “el impermeable sobre el rostro (…) como una mortaja”.


Encuentro otro indicio en el claro dominio que tenía C. para manejar los hilos de algo que denominaré, no sin resistencia, “el corazón humano”. Prueba de ello es su notable capacidad para inducirnos a determinados sentimientos en el clímax de una historia ―la confusión paranoica en “Miriam”, la tristeza inesperada en “Un recuerdo navideño”― o bien la empatía que genera en nosotros su voz narradora, como ocurre en “Mi versión del asunto”. Cualquiera que lea ese cuento odiará a la familia política del protagonista y se instalará junto a él en la barricada que ha construido en el interior de la sala, donde “de vez en cuando interpreto una melodía al piano para que sepan que estoy contento”.


Ese manejo de hilos invisibles le permitía a C. inventar máscaras sugestivas, de arrebatador engaño, y es lo que explica que sus personajes, cómicamente ridículos, variablemente desequilibrados, siempre dramáticos, descritos con una minuciosidad fanática, a veces cruel, seduzcan inmediatamente tras una primera zambullida en su obra. En particular, los de sus cuentos, que se agruparon en tres libros que permiten rastrear con bastante claridad su trayectoria narrativa en ese género: Un árbol de noche, los cuentos que complementan la novela corta Desayuno en Tiffany's y los contenidos en el heterogéneo Música para camaleones.


Considero innecesario esbozar una semblanza persuasiva de todos ellos, pero, en todo caso, puedo mencionar a dos de mis favoritos: Oreilly, portador de toda la sabiduría urbana que permite la vida errática de las calles, que se dedica a “viajar por el azul” en los insondables túneles del metro, con una maleta y una botella de whisky; y Miss Bobbit, una niña de insólita madurez, que ejerce una modesta pero efectiva autoridad decisoria sobre todo un pueblo, mientras supervisa desde el porche el trabajo de sus ingenuos pretendientes, capaces de insolarse en largas jornadas de trabajo gratuito. Ambos me resultan entrañables, dignos de recuerdo, porque comparten destinos tragicómicos. A Oreilly el destino le impone el vagabundeo por las sentinas de una magra existencia que es consumida, noche a noche, por las fauces de la ciudad. Uno termina de leer el cuento con la certeza de que Oreilly morirá congelado en alguna madrugada intrascendente. En el caso de Miss Bobbit, un autobús interrumpe su inminente partida del pueblo al atropellarla estúpidamente. Recién entonces, uno recuerda que el accidente de Miss Bobbit se menciona al inicio del cuento y lo que ocurre es que el narrador ha empañado nuestra memoria con un divertido relato.


***


Al margen de su lectura, siempre lo veo tendido en un largo sofá, exhibiendo unos pies descalzos, arrellanado en un nimbo de elegancia hecho a la medida de su cuerpo. No puedo imaginarlo escribiendo en una posición distinta que la horizontal; no después de familiarizarme con muchas de las respuestas que dio en su encuentro con Pati Hill, quien escribió un extenso reportaje sobre su personal mundo creativo para la revista The Paris Review. Como todas las cosas, quizás el reportaje era injustamente tardío y los ojos de la entrevistadora observaban al autor de un best-seller y no al muchacho campesino que había emigrado a la gran ciudad a abrirse camino con la sola ayuda de su inteligencia y de las historias que era capaz de escribir. Los ojos de Pati, al igual que los ojos de miles de lectores, estaban deslumbrados por los fuegos artificiales que desató la venta masiva de A sangre fría, la novela que convirtió a C. en una celebridad, es decir, en un remedo de sí mismo, ajustado a las exigencias del mercado literario estadounidense. Es probable que, en medio de frenéticas entrevistas y lujosas cenas y estancias cada vez más dilatadas en países extranjeros, hasta el mismo C. haya olvidado que un cuento suyo alguna vez ganó un premio realmente importante, el O. Henry. Pero el triunfo literario ―si cabe alguno―, al menos a nivel social, siempre ocasiona algún tipo de farsa más o menos patente, ya sea para el autor o para quienes lo señalan con el dedo desde las sombras del anonimato.


El hecho es que lo imagino así: escribiendo en una cama o en un sofá de hotel, con el torso apenas levantado por una conveniente almohada, ejecutando un acto de íntima fruición. En ese momento, para él no existe máquina de escribir ni dudas ni arrepentimiento: sólo una soledad exquisita, saboreada como un cóctel de finos alcoholes.


Confieso, sin embargo, que ninguna de sus respuestas en el mencionado reportaje me parece del todo original. Hace malabares con ideas como que el estilo literario es el hombre mismo y que la escritura guarda más semejanzas con la artesanía de lo que piensa la gente que se limita a repasar con mirada casual las portadas de los libros. Con todo, C. aventura una explicación relativamente simplificada de su método de trabajo, de su proceso creativo. Tiene la manía ―o la previsión― de utilizar papeles de diferentes colores, además de la máquina de escribir, y de no salir de la cama para no alterar la comodidad que le proporciona la posición horizontal. El alcohol y los cigarrillos también son imprescindibles en ese momento de recogimiento imaginativo. Escribe un primer borrador a mano, sin apuro, pensando las


palabras, y, luego de revisarlo, reescribe el manuscrito. Para esto, utiliza hojas blancas. El tercer borrador es transcrito en un papel de color amarillo, para lo cual balancea la máquina sobre sus rodillas mientras aporrea las teclas siempre recostado en la cama. Transcribe el cuarto borrador, el definitivo, cuando ha pasado el tiempo suficiente como para leerlo con la cabeza más fría, seguro de apreciar mejor las virtudes y defectos del texto.


Recuerdo que cuando leí, con curioso detenimiento, ese pasaje de la entrevista, más que hijo de la costumbre, lo vi hundido en una relación tan entrañable como perniciosa: la del escribiente voluntariamente sometido a la tiránica imaginación. Acaso porque yo, por entonces, también comenzaba a experimentar en mis torpes escarceos literarios las primeras manifestaciones de ese sometimiento que uno mismo se impone para escribir determinadas obras; por ejemplo, una novela o un relato corto impecable. Las ideas implícitas en ese pasaje me parecen indudables: la escritura no sólo es un aprendizaje, sino la lenta construcción de un estilo y su cada vez más atinada ejecución en X páginas. Esa noción de perfección, de belleza estética hábilmente manipulada, sólo puede perseguirse mediante el estímulo constante de la propia exigencia. En su encuentro, Pati Hill habrá observado fumar a un personaje casi caricaturesco, locuaz y divertido, ingenioso e irónico, pero que, por debajo de esa apariencia de bufón refinado, era un artista con cicatrices, con años de tenaz y silenciosa entrega a su oficio, con demonios y obsesiones personales que tanto estiraban sus labios en una sonrisa de suficiencia como oprimían sórdidamente su corazón.


¿Pero qué demonios eran ésos? ¿De dónde provenían? Como al principio, vuelvo a preguntarme con insistencia: ¿quién era C.? ¿Por qué escribía? Quizás la subjetividad de un artista, su intrincada historia personal, sea inexpresable, irreducible a la palabra escrita. Eso significaría que estas páginas han sido una aproximación vana, un fracaso descriptivo. Con todo, me basta hojear cualquiera de los libros de C. para comprobar que su alma se despliega en ellos como el firmamento celeste que emerge al costado de la ruta: claro, presente, real. Un traslucimiento casi perfecto, obtenido a latigazos durante toda una vida.

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